José Velez sale por la puerta del Hotel Hermitage de Mar del Plata con la mejor de sus sonrisas de perlas, contraste osado con su tono moro de las Islas Canarias.
Un grupo de fans lo aclaman: “¡José, José!”. Las saluda desde el rellano de la escalera y comienza el descenso hacia el infierno banal de la calle junto a su joven esposa Teresa (pantalones blancos como José, remera roja, pasión arterial). En la vereda lo espera una baldosa de cemento fresco, lista para que estampe sus manos, y un cáliz gigante que brilla al sol. Es el 2012. Treinta y cuatro largos y vertiginosos años lo separan de cuando cantó “Bailemos un vals” en Eurovisión.
1978. Eurovisión en París.
José tiene 27 años. A la edad en que los rockeros se mueren o se matan, José representa a España en el Concurso de la Canción Eurovisión con una composición inscrita en el subgénero “vals” que el pop ha revisitado cada tanto, de Leonard Cohen a Joaquín Sabina. Sin ambivalencia y para que quede claro, su título es “Bailemos un vals”. Una orden o una sugerencia. Ambivalencia franquista.
Los autores son Manuel de la Calva & Ramón Arcusa, de cuyas cabezas salieron “La la la”, ganadora de Eurovisión en el 68 (un poco sobre eso escribí hace dos años en el otro substack) y dos de las canciones que conforman la carne y espíritu de Julio Iglesias: “Soy un truhan, soy un señor” y “Me olvidé de vivir”, la favorita de Bilardo.
“Bailemos un vals” no logra levantar más vuelo que una gallina.
Oh, Michele, ¿dónde estás?
Yo no sé si tú recordarás
El verano que juntos pasamos los dos
Y que nunca podré yo olvidar
Cuando una canción mete los pronombres en cualquier lado, como estrategia perezosa de forzar la métrica, saca su título de “mala”. Lo del guiño a Francia porque el concurso es en París parece cargada pero con el ego de los franceses nunca se sabe.
Sobre el escenario, José y sus coristas irradian energía nuclear. Las frases en francés de la canción, demagogia mutante. Al finalizar la votación, logra 65 puntos, suficiente para ser top ten. Sale noveno. Es un año raro en Eurovisión, se había impuesto una regla de que cada representante tenía que cantar en el idioma de su país. Los daneses son los únicos que le dan la máxima puntuación de 12 puntos. La tierra de Hamlet escucha en el castellano insular de José la llamada del padre muerto. José mismo parece un espectro de Miles Davis borracho en el cumpleaños de Strauss. De punta en blanco, haciendo fuerza para que la blancura de la tela y los dientes contrasten con las motas moras sin parecer mayordomo. Los daneses, los negros de Escandinavia ven una identificación total. Suecia, la Francia nórdica, le da la espalda: cero puntos. Premian con los 12 puntos a Mónaco, en momentos en que su princesa se entrega al narcisismo viril de Vilas, rey de la raqueta, sátiro de la poesía, curiosamente marplatense.
Los ganadores de esa edición son los israelíes, falsos europeos, que hacen un soul kosher, también de punta en blanco como José pero multiplicados por seis, con afros sobreactuados, vientos y bongoes salvajes: BlackxploitaSion.
duda sorpresiva y certezas inesperadas
Una vez tuve un amigo de Canarias. Me lo había hecho por internet. Nos mandamos muchos mails y paquetes de CD R de música de acá y de allá. Me hizo conocer Family. Escribía para el diario El Mundo de allá. Un día vino de visita. Lo recibimos en nuestro departamento de Villa Crespo. Él prefirió quedarse en un hotel boutique, que no se llamaban así todavía, cerca del cementerio de Recoleta. Había salido “Contra le ley de gravedad” (Los Planetas) y el bonus era el cover de “Podría Volver” (Bambino). “¡Una rumbita!”, gritó, cuando sonó en el living de casa. Entre vinos y empanadas le pregunté por José Velez. “Allá NADIE lo conoce”, me dijo y fue como un descalabro en mi organigrama. “Debe ser como Nicola Di Bari” - pensé. Nicola Di Bari, para los jóvenes que leen esto, era un italiano que venía a hacerse la América con canciones románticas en los ochentas. Su público eran señoras de animal print y choferes de micros de larga distancia. Una vez mi madre dijo que lo vio salir del edificio donde alquilábamos, concluyó que era del departamento de Reina Reech (fantasías, seguramente). Escribo esto y no puedo creer que alguien haya elegido el nombre artístico Reina Reech. Gugleo el verdadero nombre de Reina Reech y me surgen dos datos que la emparentan con esta entrega: se llama Reina Cristina José (!!!) y nació en Viena (!!!!), la cuna del vals.
el bala perdida
José Vélez pertenece a “los ochentas”, el momento en que los éxitos eran duraderos. Una combinación de pocos artistas en alta rotación, asociados a nuestros días de niñez y juventud, hacen que aunque jamás pusimos un disco de ellos, conozcamos canciones de José Vélez, Pimpinela o Sergio Dalma. Pasa con Duran Duran también. O con A Ha.
Hoy sólo perduran en Facebook o algún karaoke de supracincuentas.
Los megahits de José eran “A cara o cruz” (que aclaraba que “así se gana o se pierde un amor”) y “Bala Perdida” (“qué más da, qué más da”, otro vals).
Son memes, en el sentido original de Richard Dawkins: ideas contagiosas que se reproducen automáticamente.
Entro a Wikipedia para ver en qué anda. Encuentro una lista de premios que ganó, inaugurado por: PRIMER Premio DE INTERPRETACIÓN DEL FESTIVAL DEL TRIGO (PALENCIA, 1972).
Estos artistas son los Gauchito Gil de los que actúan en las cenas shows. Tienen en común un recorrido de Festivales de Trigo, cantar canciones de otros, y una estética que apuesta a un show que muestra el vacío, el eco apagado del impulso vital que se acabó hace años y hoy sólo subsiste en un acuerdo que, como una gallina corriendo sin cabeza, se establece en restaurantes de la Costa Atlántica o bares vidrieras de Villa Crespo.
no sé qué hacer con las manos: una galería de la tapa de sus discos
Apoyado sobre un árbol, una colgando de la rodilla, la otra buscando.
Otro árbol, una sigue colgando de la rodilla, la otra agarra la rótula (“sacate la mano del bulto, José”)
En la barbilla, como pensando.
De corbata, difuminado. Brazos cruzados. (“que NO PARE el amor”, comienzan los problemas)
Con un disco de los Smiths detrás, semicruzado de brazos, que se note el anillo.
Ya se advierten las entradas, “ponte un sombrero, José”. Vuelve la mano sobre la barbilla, a seguir reflexionando.
Serio, sin mostrar los dientes (por eso todo el resto es blanco). De fondo, Loveless. Mano en muslo, la otra insiste con la rodilla.
Sigue el oscuro período de no mostrar los dientes. Una mano sobre un arma, la otra esconde el cuchillo.
Los dientes nunca más. Sigamos reflexionando.
Vuelven los dientes en una foto vieja. “Ponte en una pose de Rodin, José”
Vuelve a cerrar la boca. Marca que tiene más de dos dedos de frente.
El último publicado. Siguen ocultos los dientes (son cosas del pasado), Una mano Rodin, la otra toca madera. Aparece una cintita roja. Mirada melancólica.
Nos despedimos con una panorámica de las manos de nuestro artista al lado de Willem Dafoe.
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