En la entrega de hoy, va un texto honesto y hermoso (no siempre la honestidad es hermosa, mas bien nunca, así que aprovechen) que como ya habrán visto, escribió Carolina Taffoni. No puedo más que agradecer la confianza de la autora para publicar en este espacio. Habla de algo que nos pasa a muchos ex jóvenes melómanos, pero también habla de nuestra generación. Y creo que ya es hora de empezar a hablar de nuestra generación.
Fear Of Music (Carolina Taffoni) @typeslowly1
En algún momento del 2023, mi marido se dio cuenta de que yo había dejado de escuchar música. O al menos escuchaba mucho menos que antes (por no decir “nada”). Creo que fue por un asunto de la contraseña de Tidal. No podía acceder a la plataforma (la única que usamos en casa, no tenemos Spotify) y él me ayudó a resolver el problema. ¿Pero cuándo fue la última vez que la usaste?, me preguntó. “No me acuerdo”, le respondí haciéndome la tonta. Creo que él se dio cuenta, se dio cuenta de que algo raro pasaba, pero afortunadamente no volvió sobre el asunto.
Mi marido y yo nos conocimos gracias a la música (y el cine en gran parte también), por eso para mí no era un dato menor que él supiera que yo no estaba dando un play ni a palos. Porque la verdad es que en casa sólo se escucha en MP3, hace muchos años que yo no escucho nada en formato físico. Los vinilos nunca me cerraron (tenía unos hermosos y los vendí) y los CDs están durmiendo el sueño eterno desde que se rompió la compactera. Son como un decorado los CDs ahí en sus bolsitas, prolijos y en fila, en un mueble especialmente fabricado para ellos. Porque ¿se acuerdan cuando nos decían que los compactos eran el formato definitivo, el que iba a durar para toda la vida, el que no iba a ser superado? Ja. Después me enteré de que la tecnología para la compresión del sonido ya estaba más que avanzada cuando los CDs aparecieron. Pero la industria se calló y los CDs fueron un negocio fabuloso, el más fabuloso de la historia de la música grabada… Siempre digo que voy a vender mis CDs, pero nunca se concreta. El hecho de volver a trasladarlos, como lo hice en tantas mudanzas, ya me da alergia...
¿Por qué dejé de escuchar música asiduamente, si la música era el centro de mi vida? ¿Será por la edad, serán los fucking cambios hormonales de la menopausia? ¿Serán los medicamentos (sufro una enfermedad crónica, horrible, irreversible), que me tienen como adormecida? ¿Será este (no) presente del rock donde el mainstream es otra cosa y el rock está relegado al nicho de la nostalgia y el aniversario permanente? ¿O será que la música no sólo era el centro de mi vida sino también de mi trabajo?
Ni quiero pensar en esto último. Renuncié al trabajo hace meses pero es una pesadilla que vuelve. Veinticinco años en una redacción te dejan la cabeza como un ladrillo, especialmente si estás expuesto a maltrato, verdugueo y malas condiciones físicas de laburo. Te tenés que endurecer tanto para soportar lo cotidiano que al final dejás de sentir, ya ni sabés quién sos ni para qué estás ahí. Y cuando lo disfrazás de que te lo tomás con humor en el fondo ya estás vacío. La música (o cualquier cosa que te haya llevado hasta ahí) se transforma en un millón de entrevistas y notas rutinarias donde las preguntas son intercambiables y la curiosidad es una puesta en escena de algo que en otra vida fue genuino.
Cómo habrán estado las cosas que en los últimos años, en el ámbito del laburo, llegué a sentir nostalgia de la pandemia. ¡¿Quién puede sentir nostalgia de una catástrofe salvo un periodista, que corre a contramano del mundo?! Pero la asquerosa verdad es que el parate y el silencio que impuso la pandemia fue un período fabuloso para acercarse de nuevo a la experiencia de lo que era escuchar y escribir sobre un disco.
Desprovistos de la agenda infernal de recitales, festivales y eventos comerciales de todo tipo, a los medios masivos, a las secciones de Espectáculos (yo trabajaba en una), no les quedaba otra que publicar sobre discos y películas de streaming, y los editores te aceptaban cualquier verdura que les llevaras con tal de llenar páginas. Temas otrora ninguneados por los mismos editores eran recibidos con sonrisas de oreja a oreja. ¿Dos páginas para escribir sobre la reedición de un disco menor de los Stones? ¡Fantástico! ¿El “Folklore” de Taylor Swift analizado de todas las formas posibles? ¡También! ¿Un documental sobre Velvet Underground? Pero claro, nos viene genial, te decían los muy garcas… El sueño duró poco, demás está decir… Después volvieron los shows y entonces andá a hacerle una nota a la momia de Luciano Pereyra o a la banda La Pindonga que toca en el bar de un amigo del editor a las tres de la matina...
La distancia generacional (emocional, social, política, intelectual) con la llamada “música nueva” (o recauchutada) también me tira abajo a la hora de ponerme a escuchar discos. Sí, es un tema recurrente y muy analizado, pero no por eso menor. El simple hecho de que uno mire una lista de próximas ediciones y no sepa distinguir entre el nombre del artista y el nombre del disco a mí me hace ruido. Que quieras mirar por entretenimiento (?) una entrega de los Grammy y no conozcas ni a la mitad de los músicos de la ceremonia a mí me descoloca.
A veces me pasan canciones o videos de artistas nuevos y mi única respuesta es una mezcla de decepción e indiferencia. No siento ninguna conexión real con ellos: olvido rápidamente los nombres o los confundo. Y si en algunos casos me despiertan interés, a las pocas semanas se me pasa. Y por supuesto que esta frustración en loop te termina alejando.
En este contexto, lo más jodido es que a veces uno empieza a dudar de las propias capacidades para escuchar, analizar o criticar. Recuerdo cuando había un consenso sobre que el disco de Dillom “Post Mortem” estaba muy bueno. Me puse a escucharlo y no entendí en absoluto de qué hablaban los demás. Lo mismo me pasó con Wos y tantos otros, de aquí, de allá y de todas partes. Y lo que más bronca me da es cuando te preguntan “¿pero vos lo escuchaste bien?”. Y sí campeón, lo escuché bien, no lo escuché lavando los platos. Lo escuché completo, leí las letras, si no entendí alguna palabra la busqué, leí notas al músico, busqué contexto, etc.
Yo no sé realmente cómo lo hacen algunos colegas. Pero que un día estés elogiando una reedición de Miles Davis (ponele) y al otro día, con el mismo énfasis, estés diciendo que Duki es un genio, a mí me suena forzado. Se me hace muy difícil saber si eso es algo honesto o es una puesta en escena para pertenecer, para no quedar en offside y seguir trabajando en los pocos medios que quedan. Porque los medios la hacen corta: si sacás los pies del plato te reemplazan por otro (seguramente más joven) al toque, y el más joven va a escribir peor y va a impostar como respira. En el supuesto, claro, de que haya alguien joven escribiendo sobre música en algún lado.
Hay excepciones (contadas con los dedos de una mano). Fue muy curioso lo que pasó recientemente con la crítica del último disco de Duki (“Ameri”) en Rolling Stone: una crítica negativa, bellamente argumentada, que se viralizó. Y se viralizó porque en el mundo de la música una reseña negativa es una rareza absoluta. Cualquiera sabe que una crítica que resulta una patada en el culo bien puesta como esa es mucho más atractiva que un elogio de rutina. Pero es tanto el cagazo que han tenido históricamente los medios con las críticas negativas (salvo cuando se trata de venganzas) que cualquier perspectiva de repercusión o de clicks es ganada siempre por el miedo. (Por qué esto pasa muchísimo más en el universo de la música que en el campo audiovisual es un tema para analizar en otro momento).
Por otro lado me pregunto, con el presente en off, apagadito, ¿por qué todo tiene que ser pasado? ¿Por qué? Yo no soy coleccionista, no soy arqueóloga, nunca aspiré a vivir en un museo. Sí, he leído muchas biografías y he viajado varias veces a Londres, a Liverpool y a Manchester para conocer cada ratonera donde nació una canción. Pero que todas las oraciones tengan que estar conjugadas en pasado me abruma.
Además, de un tiempo a esta parte, vengo experimentando una sensación extraña: son tan brillantes y tan lejanos ciertos discos, ha pasado tanto tiempo desde que fueron concebidos, que ese solo hecho me angustia. Ese paso del tiempo me duele: no me duele tanto envejecer ni haber perdido parte de mi salud como sí me duele ESE paso del tiempo. Por eso son raras las veces que vuelvo a un “Beggars Banquet”, un “Revolver”, un “Hunky Dory” o un “Born To Run”. Ya no puedo soportar tanta perfección. Esos discos me intimidan (¿cómo algo puede ser tan bueno? ¡Decime!). Ya no los disfruto como antes. Antes sentía que no había tanta distancia entre la “calidad” (siempre escasa) del presente y la brillantez del pasado. Ahora esa distancia es insalvable.
En todo este tiempo de divorcio con la música sobreviví anímica y espiritualmente gracias a la música de los otros, la que escucha la gente que me rodea (en forma física o virtual). Sobreviví gracias a la pasión de los otros, su vitalidad y su impulso... No sé, tal vez los otros también estén en piloto automático. Quién sabe. Pero yo siento que escuchan más música que yo, que están más conectados, que tienen más curiosidad o entusiasmo.
Recuerdo un día muy puntual: yo estaba volviendo del diario con un terrible mal humor y un nudo en la garganta (para variar). Y llego a mi casa y estaba sonando a todo volumen “Beat Box” de Art Of Noise, que es una de las bandas preferidas de mi marido. El tema me hizo un click mental y físico enorme, como si el ritmo mismo y las ganas de bailarlo exorcisaran de golpe toda la mala onda que traía del trabajo. Hubo otras veces en que la mala onda y la desazón se imponían, no voy a mentir, pero en otras la música actuó como un efectivo pararrayos.
Yo llegaba del laburo y en mi casa sonaban Depeche Mode, New Order, Bruce Springsteen, Bob Dylan, David Bowie, T. Rex, Roxy Music, Talking Heads, Erasure, Pavement, Luna, Fugazi, U2 (… y sí), Television, Jesus & Mary Chain, los Replacements… Los sábados a la mañana aparecían AC/DC, Aerosmith, los Black Crowes. The Cult, Guns n Roses, Def Leppard o Bon Jovi. Y en el auto siempre suenan todos los anteriores más Taylor Swift, Ramones, Oasis, Blur, Tom Petty, The Verve, Happy Mondays, Black Grape, Stone Roses, Japan, Pet Shop Boys y siguen las firmas. Claro que a veces suenan músicos que a mí no me gustan (Kate Bush, Cocteau Twins, Spiritualized, Primal Scream, Saint Etienne), pero opté por quedarme calladita la boca (me cuesta mucho) y aprender de los misterios del gusto ajeno.
Esta actitud cuasi zen también se trasladó a relajar con tonterías que yo antes rechazaba de plano. Una vez íbamos en el auto escuchando “Second Coming” de los Stones Roses, y empezó a sonar “Ten Storey Love Song”, que a mí siempre me pareció la canción “ñoña” del disco. ¿Querés que la pase? Sé que no te gusta”, me dijo mi marido. Y yo respondí: “Dejala. ¿Qué me podría molestar de este disco?”. Y me quedó rebotando esa pregunta en la cabeza: ¿Qué me podría molestar de este disco? Y lo mismo con “Mamunia”, de “Band On The Run”… Porque en casa se escucha mucho McCartney solista (cosa que por mi cuenta he hecho poco y nada).
Con la mejor voluntad, mis amigos de vez en cuando me pasan canciones o videos de bandas o solistas actuales. Salvo excepciones, me tomo unos cuantos días para escuchar lo que me mandan y dar una devolución. Además antes googleo los nombres de los músicos y si provienen de ciertas ciudades o escenas (qué escenas?? Me quedé en los 90, ja), la verdad es que se me baja antes de empezar a escucharlos.
Después está la música que suena aleatoriamente en la calle. Desde que no uso más auriculares en la calle (hace muchos años me quisieron afanar en la Peatonal Córdoba, yo estaba usando auriculares y atribuí el intento de robo a que estaba en otro planeta con la música), estoy atenta a las canciones que pueden sonar en un taxi, en la radio, en un bar o que vienen de alguna casa o departamento. Coleccioné un puñado de momentos muy felices con este tipo de música al azar (de hecho pensé en escribir una columna al respecto), aunque también la pasé muy mal con regatones insufribles sonando en esos taxi Corsita al rayo del sol y sin aire acondicionado.
Recuerdo con ternura cuando un psicólogo con el que solía atenderme me decía: “Usted tendría que ver cómo le cambia la cara, cómo le brillan los ojos cuando habla sobre música. Es impresionante”. Y a veces me pregunto: ¿Cómo se verá mi cara ahora, que casi no escucho música? ¿Se verá triste, se verá apagada? La gente que hace un tiempo me esquiva, o siento que no tiene ganas de verme, ¿será por eso? ¿Sólo les resultaba interesante cuando hablaba de música?
Es muy difícil compartir estos sentimientos con alguien, porque lo más probable es que te tilden de bajonero o aguafiestas. Si total parece que la mayoría va a los festivales y la pasa fantástico toque quien toque y tengan la edad que tengan.
Al único que escuché hablar del tema fue a Trent Reznor. Seguramente otros señalaron estas cuestiones y ahora se me pasan, pero él lo sintetizó muy bien. (Toda una vida coincidiendo con el quemado de Reznor, qué podría salir mal, no? Jaja).
Hablando de su preferencia por componer bandas de sonido de películas junto a Atticus Ross, Reznor dijo básicamente que estaba hinchado las pelotas. Dijo que en el cine estaban trabajando “al servicio de algo, ayudando a hacer realidad una visión colectiva”, sin la carga de “cómo se va a comercializar y todas esas cosas”. “Lo que buscamos en el cine es la experiencia de colaboración con gente interesante. No hemos conseguido eso necesariamente en el mundo de la música”, explicó.
“La cultura del mundo de la música apesta”, remarcó. “Lo que la tecnología ha hecho para alterar el negocio de la música en términos no sólo de cómo la gente escucha música sino del valor que le dan es desastroso. No lo digo como un anciano que le grita a las nubes, sino como un amante de la música que creció en un mundo en el que la música era lo principal. La música hoy parece relegada en gran medida a algo que sucede en segundo plano o mientras estás haciendo otra cosa. Esa es una larga y amarga historia”.
Y as así nomás. Muy amarga. Y ya pasaron años de no decirlo. No sé… Habrá que tomar atajos, hacerse el tonto, o habrá que aprender a ser feliz en el museo, poner cara de poker y agradecer cada aniversario, cada biopic tonta, cada documental rockero. Y no me digan por favor “ah, no, pero tenés que ver en vivo a los Winona Riders”. Porque la paciencia también escasea.
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Una locura este txt, me dejó pensando varias cosas con respecto a como se escucha música y lo ciertamente agotador que es leer algunos comentarios. Aguante.
Hermoso texto Caro, lo lei escuchando Backstreets de Springsteen fondo. Gracias por todos los textos con corazón como este (todavía me acuerdo de Contra las cuerdas, de los mejores blogs de esa época). Ojala que el tema de la salud te sea leve y los ojos te cambien como cuando hablas de música muchas veces mas