1. Una tarde en La Boca
No recuerdo si fue a fines del 96 o el 97. No me pidan precisiones con las fechas. El tema es que F. (un personaje que había conocido poco antes y con el que congeniamos enseguida porque los dos leíamos la Inrockuptibles y la Revolver) me propuso un día que fuéramos a Buenos Aires a ver un recital de Daniel Melero. Yo no tenía mucha idea de Melero, nunca lo había escuchado, y mi relación en general con el rock argentino era distante. Sabía del tipo a través de Soda Stereo, había escuchado “Canción animal” y “Dynamo”, pero la verdad es que no estaba muy interesada en alguien que había tenido una banda tecno cuyo máximo mérito parecía los no sé cuántos kilos de fruta que le habían tirado en un festival hippie.
F. insistió, con su mejor tono persuasivo, y al final dije que sí, total yo era estudiante, tenía tiempo libre, y viajar a Buenos Aires siempre me había gustado. Una mañana de sol partimos a Capital en un Chevallier, tomando ese café recalentado de los colectivos que te perforaba el estómago. En el viaje nos acompañaba M., otro personaje que merecería un texto aparte. M. era muy fan de Melero, y en especial de Los Encargados. M. también era un músico-no-músico, militante del sello independiente de F. y, lo más importante, tenía como misión entregarle un demo de su propia autoría a Melero.
El recital en cuestión era en la terraza de la Fundación Proa, y a mí eso ya me sonaba medio extraño, porque yo tenía identificado ese lugar como una galería de arte. De hecho estuvimos dando unas vueltas por la galería antes de subir, porque llegamos temprano como buenos pajueranos. La terraza era amplia, pero el lugar reservado para el show era más bien pequeño. El cielo estaba abierto, el sol apenas bajando y se veía todo en tonos dorados. No había escenario: que yo recuerde había sólo una pequeña tarima, y la gente estaba sentada en el suelo.
Yo andaba desconcertada. No sabía si tenía que sentarme, quedarme parada o salir corriendo. Esa antesala no tenía nada que ver con los recitales de rock a los que yo estaba acostumbrada. Y estaba ahí, charlando con F. sobre mi desorientación, cuando Melero, el mismísimo Melero, se instaló justo al lado de donde estábamos nosotros, cerca de los de sonido, para acomodar unos cables y toquetear no sé qué máquina… Yo no podía dejar de mirarlo. ¿Qué hace este tipo ACÁ?, pensaba. Este no es SU lugar. ¿O será que los no-músicos son distintos? ¿O será que yo no entiendo nada? ¿Por qué no sube DIRECTAMENTE al escenario como los demás? ¿Por qué está dando vueltas por acá como cualquier hijo de vecino? Para colmo, en un momento, Melero me miró fijo, como diciendo “qué me estás mirando tanto”… Fueron tres segundos que duraron una eternidad. Un bochorno.
Cuando el recital finalmente empezó volví a respirar tranquila. Me sentía en un terreno familiar. O casi. Para empezar, no entendía bien al público. La gente parecía anémica, aplaudía tímidamente, no cantaba las canciones. Claro que yo no esperaba la reacción de un recital de rock, ni estribillos cantados a los gritos, pero sentía que la música tenía cierto tipo de intensidad que los que estaban ahí no registraban. Yo no conocía los temas, ni uno solo. F. me iba soplando “este es de Los Encargados” o “este es de tal disco”, pero yo apenas lo escuchaba. Estaba absorta ante Melero, como si fuera un encantador de serpientes: la voz nasal del tipo, la forma “de decir” las letras, las melodías que se dibujaban detrás del sonido de los sintetizadores, su figura solitaria recortada contra el atardecer de La Boca.
Lo que más me impactó de Melero fue la cercanía que le imponía a una música que a priori podía parecer lejana y fría. No era sólo que el tipo estaba cerca, se sentía cerca. Y a la vez te provocaba la misma fascinación que puede llegar a despertar cualquier estrella de rock, porque tenía misterio. Había algo inescrutable ahí, cuando Melero cantaba, tocaba y se movía, y sabías que no lo ibas a descubrir ni que te quedaras charlando con él durante horas.
Después del show pasaron cosas más extrañas. O al menos extrañas para mí. F. y M. fueron a buscarlo a Melero para darle el demo en cuestión. Yo ni de casualidad me iba a exponer a ese momento, y menos en el estado en que me encontraba, todavía tildada bajo los efectos del show. Entonces me quedé disfrutando del fresco en la terraza. A la media hora los pibes volvieron y F. me contó en voz muy baja que el esperado encuentro con DM había sido muy accidentado. Sin mucho preámbulo, Melero le había dicho a M. (por otro material que le había enviado por correo) que tenía “actitud pero le faltaba talento” (cosa que era cierta, por otra parte). Y acto seguido y sin querer,
mientras gesticulaba y explicaba, la estrella anti-estrella lo salpicó a su fan con un generoso chorro de agua mineral que se disparó de una botella que tenía en la mano.
Caminando ya de noche por La Boca, y como para aliviar la tensión de aquel “incidente”, hablamos de ir al recital de una banda “revelación” de ese momento (Avant Press, ja), pero los tres ya estábamos cansados y enfilamos directo a un McDonalds de la calle Florida, donde M. se comió su hamburguesa cabizbajo y sin decir palabra… De vuelta a Rosario en el Chevallier, a la madrugada, F. y M. se quedaron profundamente dormidos. Yo, en cambio, a pesar de que estaba agotada, no pude pegar un ojo. Estuve toda la noche pensando en el show de Melero.
2. A mí sí me gusta “Piano”
El verano del 97 (o fue el 98?) fue el verano musical más raro de mi vida, unos meses bizarros marcados por un disco de tecno pop de los años 80 (que nunca consideré precisamente la década más feliz de la música) y para rematar argentino. Igual a mí “Silencio” se me ocurría por momentos más pop que tecno y más dark que pop. “Silencio” es un disco plenamente nocturno, pero yo recuerdo haberlo escuchado sin parar a plena luz del día, en una casa de campo que tenía mi familia, al lado de la pileta o bajo la sombra de los árboles, con anteojos de sol muy oscuros y en pleno viaje. A veces hasta me ponía a bailar con el walkman en el borde de la pileta, total mis hermanos ya no se espantaban con nada.
Lo más curioso es que yo no me podía desprender de las letras. No podía creer que sobre ese tipo de sonidos aparecieran letras en mi propio idioma que me hicieran sentir que me estaban diciendo algo directamente a mí, y que además se entrelazaban como formando un relato. El breve minuto con cuarenta y siete segundos de “Planeta agua” para mí podía durar una eternidad, porque repetía la canción constantemente.
El primer disco solista de Melero que escuché fue “Piano”. Pero no porque fuera su disco más accesible (no existen los discos accesibles del tipo), sino porque fue el primer CD de él que encontré en las disquerías por esa época (1999). En aquel entonces no era fácil conseguir los discos de DM, que parecían estar descatalogados antes de editarse. Además yo no quería pedírselos prestados a F. ni a nadie. Él me grabó un TDK con “Silencio” pero nada más.
Yo quería acercarme a la discografía de Melero con la menor interferencia posible, porque de por sí ya había mucha interferencia: el propio universo discursivo de Melero, su relación con Soda Stereo, los grupos que producía, el pasado de culto con Los Encargados, los periodistas y su etiqueta del Brian Eno argentino, esa chismografía del tipo “de qué vive Melero”… Era demasiado. Yo quería abstraerme de todo eso.
De todas formas, abstraerse no era fácil. Recuerdo que venía escuchando “Piano” obsesivamente, fascinada con esas canciones, y un día me cruzo con un músico fan de Melero (de esos que ya tenían una “trayectoria”, digamos, que habían escuchado los experimentos de “Recolección vacía” y “Operación escuchar”) y el pibe me tira: “La carrera de Melero está terminada, más con ese disco que sacó ahora, Piano”. Yo lo miré fijo, sin responder, mientras se me hinchaba la vena. Es complejo imaginar ahora esas situaciones, pero el siglo XX todavía no había terminado y uno se enojaba en serio con ese tipo de cosas. Había una especie de consejo de sabios del under y la electrónica que miraron a “Piano” de reojo, como si fuera un unplugged berreta para ganar público. Jaja. Qué risa. Cuánta inocencia. ¿Qué ibas a ganar? A tres personas más en un recital de 50. Qué risa.
El camino desde las versiones de “Piano” a las canciones originales que estaban en discos como “Travesti” (1994), “Rocío” (1996) y “Conga” (1988) fue todo un viaje. Tal vez en gran parte porque me tocó empezar por “Travesti”, que justo se reeditó en el 99. Cuando escuché “Travesti” sentí por primera vez esa voz propia de Melero como algo tan indiscutible y contundente que emociona. Se sabe que Melero se siente ligado a cierta tradición del rock argentino (con nombres que acá obviaré), pero cuando yo lo escucho siento que el tipo viene de ningún lugar, que no está conectado a ninguna tradición, que lleva una marca absolutamente singular.
Sus canciones están encapsuladas en su propia burbuja de tiempo y sensibilidad. Y una vez que entrás ahí, ya no tenés ganas de volver. Yo nunca me pude recuperar de “Travesti”: aún hoy lo escucho y le encuentro nuevas lecturas. Siempre caigo en la misma trampa con el disco: digo que voy a escuchar un solo tema, como “Resfriada”, como “Nena mía”, como “Herirte”, simplemente porque me gustan, porque me hacen feliz, y después termino escuchando el disco entero, porque las canciones me parecen nuevas. No hay ninguna nostalgia ahí, ningún regodeo en la repetición de una situación pasada, todo lo contrario, para mí esas canciones están plantadas en un presente constante.
Saltar de ahí a otros discos no fue sencillo. Ahora recuerdo, entre risas, que odié “Rocío” en la primera escucha. Es una guarrada decirlo de esta manera pero lo odié, exceptuando a “Cielo” y “Estrella fugaz”, dos canciones tan enormes que ningún disco podría contener sin tambalear. Odiaba esas bossas… o electrobossas… Puaj… El CD (grabado) quedó ahí guardado hasta que compré el original reeditado en el 2003, y ahí lo pude reescuchar con otra información y otra perspectiva.
La experiencia con “Conga” fue totalmente distinta. Siempre se dijo que “Conga” está “muy atado a su época”, que suena muy ochentas. Pero yo lo amo así, como un pequeño objeto precioso para un estudio arqueológico. Me molesta que se remarque que ahí “se esconden” algunas de las mejores canciones de Melero. ¿Cómo que se esconden? Están hermosamente expuestas: “Sagrado corazón”, “No dejes que llueva”, “Piso 24”, “Habitantes”, “Música lenta”, “Entre muros”...
Ya comenzado este tortuoso siglo XXI yo estaba totalmente “melerizada”, y te podía defender y disfrutar tanto un disco como “Tecno” (2000), como “Vaquero” (2001) o “Después” (2004), aunque no tenía problema en adherir a algunos palos que le tiraran a DM si estaban bien puestos, claro, y no iba a comprarme tampoco cada estampita o experimento que editara.
3. ¿Quién se detiene hoy a mirar una flor?
En 2010 Melero vino a Rosario para participar en un ciclo que organizaba F., una charla sobre “Estéticas de la dispersión”, un concepto (?) nacido del dudoso matrimonio entre el psicoanálisis y el anticapitalismo… En realidad no me importaba la excusa, si era un recital, una charla o la presentación de un disco: yo fui a verlo a Melero y punto.
Llegué a la charla un poco tarde y vi que DM estaba sentado ahí, como angelado... Tenía un aura, la misma que lo iluminaba la primera vez que lo vi, en la terraza de Proa, a mediados de los 90... Al lado estaban los otros dos disertantes: un historiador tímido con un machete (pobre) y un ensayista que hablaba a través de Skype desde EEUU (insoportable).
En ningún momento de la charla (que fue larga), Melero se enfocó en las consignas del supuesto debate. Estaba completamente indisciplinado, en cualquiera, mientras hablaba de Google, de Facebook, de los “afectos reales” y se preguntaba: “¿Quién se detiene hoy a mirar una flor, un pájaro?”. Lo gracioso es que los otros dos, para no quedar en off side en su nube tóxica de teoría, decían “sí, Daniel”, “como explicaba Daniel”, y ahí estaba Melero (al fin) sin su corset discursivo, reubicado de golpe en el papel de “el artista”, el que observa la naturaleza para crear, el que no tiene compromisos salvo ser él mismo.
Incluso recuerdo bien que gambeteó un momento muy incómodo cuando un pibe que estaba entre el público (un denso profesional) sacó un libro de Adorno y se puso a leerle una página entera enfrente de todos. Yo lo miraba al pibe como apuntándolo con una ametralladora, y no podía creer que Melero lo observara con atención, respetuosamente, sin ni siquiera una media sonrisa, para decirle después: “Adorno tiene razón, peeeeero...”.
Mientras tanto, F. miraba desde una esquina con una cara de preocupación indisimulable, como si Melero se hubiese tomado el tema de la “dispersión” demasiado literalmente. Y yo disfrutaba de esa situación y pensaba: “Gracias Daniel por quedar como el rockero rebelde esta noche. Te quiero mucho”.
4. Hola, estoy llamando para hablar con Melero.
Hay pocas cosas más difíciles que hacerle una entrevista a alguien que admirás. Para mí es un proyecto destinado a fracasar. Y está más destinado a fracasar todavía si venís de esa escuela (yo daba la materia Entrevista en TEA Rosario) que dicta que tenés que ir un poco “en contra” del entrevistado para sacarle alguna revelación o declaración interesante. Entonces yo me subía a ese caballito y, para que no se notara que era fan y no quedar como complaciente o embelesada, exageraba eso de ir “en contra” y terminaba de jeta contra el piso. Me pasó con Cerati y también con Melero. Y varias veces. Después trataba de arreglarlo en la edición de la entrevista, pero el daño ya estaba hecho.
En el fondo estaba encabronada porque las charlas siempre eran telefónicas, entonces era imposible crear esa intimidad que puede generarse en las entrevistas cara a cara, como las que hacían los colegas de Buenos Aires. Por otra parte, sentía la estúpida presión de escribir para un medio masivo, donde la imbecilidad media te imponía tácitamente que siempre le hicieras alguna pregunta sobre Cerati, Soda o Babasónicos… “alguno conocido, viste”… para meterlo en el título o el recuadro. El resultado era previsiblemente malo, y yo sufría por anticipado ya en el armado de las preguntas. Recuerdo que una vez le tiré eso de “de qué vive Melero”, medio en tono de broma, y el tipo se puso a la defensiva… Fue horrible… Y yo tragando saliva.
Además hay otra cuestión. Me harta esa gente que siempre te dice “ay, qué interesante debe ser hablar con Melero”. Bueno, depende. Si sos un periodista medio vago es un entrevistado espectacular, sí, porque el tipo puede hablar de los temas más variados y casi que te tira títulos, bajadas y volantas sin mayor esfuerzo. Pero si sos un periodista que quiere ir un poquito más allá, hay pocas grietas por donde podés entrarle. Melero se escapa hábilmente de lo que podemos llamar “preguntas personales” y evita la primera persona. En ese hablar tan profuso es mucho más lo que esconde que lo que revela. Y para un periodista eso es bastante frustrante.
Cuando le preguntás cuestiones que se pueden relacionar con su infancia o su adolescencia, o con sus afectos cercanos, sabés que te va a cortar de plano o que rápidamente va a desviar hacia otro tema. Por eso durante muchos años estuve esperando ansiosa una autobiografía (no, todavía no la compré) o una bio no autorizada (un sueño cuasi imposible, no?). Y ahora la verdad es que le tengo un poco de miedo a la autobiografía recién editada (“Incierto y sinuoso”), porque si el libro no se explaya sobre sus primeros años (los años formativos, los que más nos marcan, los que no están contados) casi que no tiene sentido.
Por supuesto que no espero de Melero una autobio tipo novela americana como la de Bruce Springsteen (“Born To Run”, 2016), que te cuenta cada detalle de su barrio y su familia, o que describe de una forma honestamente abrumadora lo que se vive durante una depresión. No, de ninguna forma. Pero uno quisiera descubrir aunque sea una partecita del misterio. Una pista que te permita saber por qué este artista y no otro: por qué quedé fascinada aquella tarde en La Boca escuchando a un tipo del que no conocía ni una sola canción, o por qué todavía me enojo cuando recuerdo que en una intrascendente encuesta de la Revolver, del lejano 1995, “Travesti” terminó detrás de discos como “Trance Zomba” (Babasónicos), “Traka Traka” (El Otro Yo) o “Miss Universo” (Carca).
La última vez que lo vi a Melero fue hace apenas unas semanas, en la Feria del Libro de Rosario, cuando se presentó su autobio. Para mi sorpresa había una cola larguísima para entrar a la sala, había mucho más gente de la que puede juntar DM en cualquier show en Rosario. Al toque descubrí que era el típico “público de eventos”: esa gente que va como rebaño a tal festival o tal feria, sin importar quién esté tocando o presentando un libro. Una mina que estaba delante de mí en la fila le comentaba a su amiga: “Es groso Melero, no? Tocó varias veces con Soda Stereo, eso me dijeron”… Yo quería salir corriendo, o quemar todos los stands que tenía alrededor… Pero respiré hondo y aguanté hasta escuchar la voz de Melero, el viejo encantador de serpientes que (otra vez) me calmó.
Incluso creo que me puse bien antes de verlo a él sobre la tarima, cuando proyectaron en una pantalla fotos en blanco y negro de un pasado que probablemente la mayoría de ese público desconocía. Ahí estaba Melero de niño, con una guitarra colgada, posando como si supiera su destino. Esa foto brillando en tamaño gigante ya alcanzó para que me emocionara, y lo demás me importaba muy poco.
Ni siquiera me quedé para el show de Melero que se anunciaba para después de la presentación del libro. Antes había que fumarse a dos teloneros y, sinceramente, a mi edad, no me queda resto para simular que me interesan los teloneros. Salí eyectada de la feria (ni siquiera me crucé con F., que estaba presente, cómo no) y me fui a mi casa a cenar y mirar un rato de televisión. Más tarde, a la madrugada, volví a escuchar “Travesti”, “Conga” y “Tecno”, y pensé que tal vez podría asomarme a la autobiografía, hacer el ejercicio, aunque no encuentre ahí ninguna respuesta.
Carolina Taffoni
LA TÍA HITCHCOCK
De vez en cuando, me sorprende una notificación de Instagram que dice que Robyn Hitchcock empezó a transmitir en vivo. Usualmente llego tarde, pero las últimas dos veces justo estaba disponible. En una lo agarré en su set hogareño, con una de sus tantas camisas insólitas, a esta altura inimputables, sobre un sofá que se viste igual que él. Tocó una versión acústica de See Emily Play, vendió un show y cortó.
La otra vez llegué a escucharlo tocar Itchycoo Park de los Small Faces y develó el misterio (si es que había un misterio en que toque esos covers alguien que siempre hace covers): sacó un disco nuevo con cnaciones de 1967. Se llama “1967: vacaciones en el pasado” y tiene una canción nueva y 12 canciones de…1967. Casi todas están acústicas, como si Robyn tocara en un fogón sin preocuparse mucho por que suenen diferentes a las originales. Las versiones conservan los mismos arreglos formales pero no en su ejecución. Quedan como si fueran “canciones para colorear”. La selección es de hits ( “Con su blanca plaidez”, “El fuego de la lámpara de medianoche”, “Waterloo Sunset”, etc).
Sacó un libro también sobre esto. Supongo que debe ser su 31 Canciones pero no sé. En cuanto se consiga lo bajo y les cuento (todos sabemos que nos vamos a olvidar y nunca lo leeremos salvo que el destino vuelva a mandarme una notificación en el mundo real).
Es más digno que hacer un disco de bossa’n’Kinks y la voz de Robyn es siempre un golazo. Para poner de fondo mientras se despegan tapas de empanadas va bien. Para escuchar con ganas, mejor Eye, obvio.
/////
Este maravilloso newsletter puede ser apoyado con las siguientes membresías:
Membresía Syd Barrett y su gatito ($2500)
Membresía Nick Drake y su poncho ($3500)
Membresía Bonnie Prince Billy y su lancha ($4500)